La apatía de los porteños en las elecciones del último domingo no fue casual ni repentina. Detrás de la baja participación y del voto castigo contra el oficialismo, hay un síntoma más profundo: el desencanto con una dirigencia que, en lugar de representar, se encapsuló en disputas internas, candidaturas anticipadas y roscas que poco o nada tienen que ver con los problemas reales de la Ciudad. La Legislatura porteña es un ejemplo elocuente. En cinco meses de 2025, apenas logró realizar dos sesiones ordinarias. Una cifra que no solo escandaliza por su bajísima frecuencia, sino que además revela la desconexión total entre la clase política y la ciudadanía. Mientras los vecinos sufren por el transporte, la inseguridad o el acceso a la vivienda, los legisladores se limitaron a competir por lugares en las listas o a cuidar sus territorios partidarios. Los bloques, tanto del oficialismo saliente como de la oposición, se acusaron mutuamente del bloqueo legislativo. Pero lo cierto es que el receso de hecho se extendió desde diciembre pasado y nunca se retomó con ritmo normal. Entre sesiones suspendidas, comisiones vacías y un clima de incertidumbre electoral, la Legislatura se convirtió en una especie de stand-by institucional. La inacción fue tal que muchos proyectos clave, incluidos aquellos relacionados con seguridad, transporte y presupuesto, quedaron sin debate. El PRO, debilitado por su derrota y sin conducción clara, dejó vacíos de poder que nadie quiso ocupar. La Libertad Avanza, enfocada en consolidar su irrupción política, tampoco presionó para reactivar el trabajo parlamentario. Mientras tanto, Unión por la Patria concentró sus esfuerzos en la estrategia electoral. Este escenario ayuda a explicar el hastío ciudadano. No hubo cercanía, no hubo agenda de calle, no hubo escucha. Y los porteños lo devolvieron con desinterés: el 18 de mayo votó menos del 60 por ciento del padrón, uno de los registros más bajos en la historia democrática reciente de la Ciudad. Con una nueva Legislatura conformada tras las elecciones, los desafíos son enormes. Pero sobre todo, urgentes: si la política no recupera la calle y el sentido de representación, la apatía se va a transformar en ruptura.