Un banco emitió un Reporte de Operación Sospechosa (ROS) por el ingreso de USD 800.000 a Zefico S.A., una sociedad que no registraba actividad y cuyo único empleado es Santiago Caputo como monotributista. El origen del dinero habría sido declarado como “donaciones” internas de la familia Costa (Lucas y María, hijos de Pablo Costa), quien a su vez habría dicho que esos fondos provenían de un “regalo” de su madre, con inconsistencias entre declaraciones juradas de un año a otro. Un ROS no prueba delito: es una alerta que obliga a verificar trazabilidad, beneficiarios finales y justificación económica. Lo controvertido es la reacción oficial. En lugar de profundizar la investigación, el titular de la UIF, Paul Starc —nombrado en ese cargo por impulso de Santiago Caputo y con un conflicto político previo admitido en redes— denunció penalmente la filtración del ROS y apuntó al banco que lo reportó. Ese giro pone el foco en el mensajero y no en el flujo de fondos, alimenta la sospecha de conflicto de interés y erosiona a un organismo clave del sistema antilavado, cuya misión es justamente proteger la confidencialidad de los ROS mientras los investiga, no desalentar su presentación. La escena es de manual del poder que se siente acorralado: ante una revelación incómoda, en vez de abrir la caja, auditar y exhibir papeles, se judicializa la filtración. El problema es que la UIF no es una oficina cualquiera; es el corazón del sistema antilavado. Si su titular prioriza callar voces antes que transparentar su situación, el mensaje hacia adentro (bancos, reguladores) y hacia afuera (GAFI/FATF) es devastador.   El vínculo político agrava todo. Que el funcionario haya llegado al cargo por impulso del ministro Caputo instala la sospecha de blindaje y conflicto de interés. ¿Puede un organismo diseñado para perseguir tramas financieras opacas tolerar que su máxima autoridad responda a una denuncia pública con una cacería de filtradores y ni una explicación contable?   La primera obligación era simple y urgente: publicar documentación que despeje dudas. Declaraciones juradas completas, origen y trazabilidad de fondos, contratos, correos, cualquier evidencia que derribe la versión de los USD 800.000. Nada de eso ocurrió. En cambio, se montó una estrategia de intimidación que huele a disciplinamiento y busca enfriar la agenda mediática.   La doble vara es ya un sello del oficialismo: motosierra para el resto, pero licuadora cuando el fuego toca a los propios. Mientras el Gobierno repite que viene a “terminar con la casta”, su zar antilavado elige el camino menos republicano: culpar a quien informa antes que rendir cuentas. Peor timing, imposible, en una semana donde el Congreso marcó límites y la sociedad exige controles, no slogans.   Hay responsabilidades institucionales que no admiten gambetas. El Congreso debería citar de inmediato al titular de la UIF para que explique bajo juramento, en sesión pública, cada peso y cada correo. Y si no logra despejar la nube en 48 horas, correspondería apartamiento preventivo hasta tanto se aclare el caso. Transparencia o renuncia: no hay tercer tiempo cuando se trata de custodiar la fe pública.   Porque si la UIF pierde crédito, no sólo gana la impunidad: pierde el país. Y ahí ya no hablamos de una interna del Gobierno, sino de reputación internacional, acceso a mercados y cumplimiento de estándares que, nos guste o no, condicionan la vida cotidiana de todos.           Canal WhatsApp: https://whatsapp.com/channel/0029VbBqLhV4tRroiQaqOB0M Y en nuestra: Red X (EX Twitter): https://x.com/El_Pulso_P