El gobierno de Javier Milei intenta imprimirle un giro a la política exterior argentina sobre las Islas Malvinas. En palabras y gestos, busca mostrarse alejado de la estrategia kirchnerista de tensión permanente con Londres. Sin embargo, los primeros movimientos dejan gusto a poco, y el balance preliminar genera más interrogantes que certezas. En las últimas semanas, la Cancillería argentina buscó recomponer canales de diálogo con el Reino Unido, apostando a una diplomacia de bajo perfil que evite la confrontación pública. El objetivo es reabrir la agenda de cooperación científica, pesca y vuelos, mientras el reclamo de soberanía queda como telón de fondo. La gestión libertaria, además, intenta mostrar una sintonía con potencias occidentales como Estados Unidos e Israel, que podrían servir de contrapeso en la disputa por el Atlántico Sur. Pero el cambio de tono no trajo, por ahora, resultados tangibles. Las autoridades británicas mantienen su posición histórica: no habrá negociación de soberanía si no es con consentimiento de los isleños, algo que Londres considera un punto no negociable. En ese sentido, el gobierno argentino sigue chocando con el mismo límite estructural que encontraron todas las administraciones previas, más allá de su color político. En el plano interno, la política hacia Malvinas también enfrenta contradicciones. Si bien Milei rechaza la retórica nacionalista tradicional, su gestión mantuvo la Secretaría de Malvinas dentro de Cancillería y avaló algunos actos conmemorativos de tono reivindicatorio. Al mismo tiempo, su alianza con sectores de derecha dura —que reclaman una postura firme sobre la soberanía— le impide un viraje drástico sin costo político. El contexto internacional tampoco juega a favor. La crisis en Ucrania y la tensión en Medio Oriente relegaron la causa Malvinas en la agenda global. Incluso Estados Unidos, principal socio estratégico que Milei busca cultivar, ha evitado pronunciarse a favor de la postura argentina para no incomodar a Londres, su aliado histórico en Europa. A todo esto se suma el factor económico. La explotación de recursos naturales en torno a las islas —petróleo, pesca y turismo— sigue bajo control británico, y la Argentina carece hoy de capacidad real para alterar ese escenario sin abrir un conflicto mayor. El resultado es una política de Malvinas que camina por una delgada línea: ni confrontación abierta ni acercamiento real. Para analistas de política exterior, el gobierno de Milei transita un "realismo sin resultados", atrapado entre su alineamiento con Occidente y la imposibilidad de torcer la voluntad británica. Por ahora, la herida histórica de Malvinas sigue sin encontrar una vía de resolución, más allá del cambio discursivo de Balcarce 50. Y el riesgo es que la causa, lejos de fortalecerse, quede sumida en una irrelevancia diplomática que ningún gobierno se anima a reconocer.